Los difusores de desinformación y embustes más agresivos, descarados, ubicuos y dañinos se conjuran para luchar contra las mentiras, por tú bien claro.
Los mismos que te contaron las bonitas fábulas del Covid, de las neo-vacunas, del CO2, de los infinitos géneros optativos, o de la “inesperada” Guerra de Ucrania, consideran que no estar de acuerdo con ellos es desinformar. Avisan que eso es muy malo y que irán a por ti si les alborotas el gallinero.
Para estos prendas desinformar no es solo sostener opiniones que a ellos no les gustan, y que por tanto –según su lógica– deben ser penalizadas, también lo es traer a colación datos o evidencias que les pinchen sus tornasoladas pompas de jabón patinadas de heces.
Es la guerra. La retórica es bien marcial: lucha contra la desinformación, combatir las noticias falsas ¿Por qué esta obsesión?
El objetivo, el por qué, no es otro sino el poder.
La estrategia (el cómo) para obtener ese poder, pasa por lograr un control férreo del relato, aniquilando todo lo que desafíe la santa, y desquiciada, ortodoxia del catecismo globalista. Amedrentar y descalificar al disidente. Recortar el alcance del mensaje incómodo (para ellos), privando de plataformas a las voces heterodoxas, hasta finalmente expulsar a cualquiera que quiera competir en un mercado –el de las ideas– que buscan monopolizar. Intimidar y censurar hasta aplastar cualquier disidencia.
La libertad de expresión, y esto es muy importante que todos lo entendamos, no puede ser tratada como si fuera el código de circulación o los estatutos de una comunidad de vecinos. El derecho a expresar ideas (por aborrecibles que estas puedan ser) va adherido a la condición de ser humano, es una atribución del individuo desde que nace.
Publio Cortés de Lezo
Los métodos son bien conocidos: delimitar lo que es admisible pensar y decir; patrullar y controlar el lenguaje; convertir mágicamente la discrepancia en odio e inventarse que aborrecer es delito; anteponer la defensa de los sentimientos de terceros desconocidos al derecho a la libre expresión de personas concretas; animar a la masa a señalar al desobediente; penalizar la libre expresión; etiquetar al disidente, de manera exprés, empleando términos peyorativos como negacionista, conspiranoico, antivacunas, hater, hijo-de-Putin, etc.
Y para azucarar su amargo jarabe de represión se nos dice que todo lo anterior se hace por el bien de todos, para librarnos del mal, amén; y para defender, no te lo pierdas, la libertad de expresión. Que nunca falte una pizca de humor irónico.
Nadie mejor que el mayordomo-capataz de la ONU, António Guterres, para ejemplificar cuál es el perfil de estos insectos totalitarios. Hace muy poco Guterres aparecía ante los minions de esa organización mafiosa para hacer un llamamiento a que políticos, gobiernos, empresas tecnológicas, y esa cosa evanescente llamada sociedad civil, nos aprieten las tuercas y nos tapen la boca… , huelga decir que es para salvar al planeta. Aquí el vídeo en cuestión:
Nada que no se pueda esperar del capataz portugués de la ONU, el mismo tipo que culpó al heteropatriarcado del Covid-19
Esta plaga de censores compasivos pretende algo tan irracional como que la gente se trague que los estados, los multimillonarios que se reúnen en Davos, y sus corros de tiralevitas mediáticos, son seres de luz benéficos. Quieren que aceptes que ellos, lejos de servir a sus propios intereses, solo buscan arreglar tus problemas y defender tu libertad de expresión… bien entendida; que ya se sabe que una cosa es la libertad y otra el libertinaje. Debes creerles porque estos campanudos jet-samaritanos nunca te han mentido ¿A que no?
Todos hemos visto cómo funciona eso que dan en llamar “la lucha contra la desinformación”, pero creo conveniente traer a colación un caso paradigmático: la supuesta desinformación rusa entorno al ordenador portátil de Hunter Biden.
En octubre de 2020 el FBI, que anda y andaba encamado con los directivos de todas las plataformas de redes sociales, pidió a las grandes ciberdictaduras (Facebook, Twitter, Google, etc.) que, en mitad de una campaña electoral, censuraran una información verídica publicada por el New York Post. El motivo, mejor dicho la excusa, para solicitar esta censura era que se trataba, según el FBI, de desinformación rusa. Atajaron la distribución de la noticia y bloquearon al 4º diario más leído de EE.UU. (el New York Post).
Todos los medios mamporreros en lugar de dar la noticia tal cual era, publicaron que 51 agentes de la comunidad de inteligencia habían comunicado en un escrito que el asunto en cuestión tenía todos los visos de ser propaganda rusa destinada a alterar el resultado de las inminentes elecciones. Nadie ha contado jamás quiénes firmaban esa carta, da lo mismo. Esos agentes anónimos vienen a ser como aquel equipo de especialistas que asesoraban al gobierno español sobre el Covid, un conveniente invento, fantasmas ectoplásmicos necesarios para apuntalar la mentira que toque largar.
Los hechos probados son que el FBI tenía, ya entonces y desde hacía un año, en su poder el portátil de Hunter Biden y sabía que todo era auténtico. Los directivos de las ciberdictaduras –son malos pero no del todo tontos– sabían eso mismo sobradamente, pero se plegaron a las sugerencias del FBI, y de cualquier agencia federal con tres letras que lo pidiera, y censuraron la historia.
La realidad era bien distinta a la conspiranoia oficial. El portátil fue entregado por el propio Hunter Biden en una tienda de reparaciones de ordenadores en Delaware. El dueño de ese comercio, John Paul Mac Isaac, tenía como encargo recuperar la información que el hijo politoxicómano –y putero irridento– de Joe Biden había perdido. Mac Isaac hizo su trabajo y llamó repetidamente a Hunter para que recogiera su cacharro. El albarán de trabajo explicaba claramente que si se dejaba algún equipo en la tienda durante más de 90 días, se daba como abandonado y el propietario aceptaba eximir de responsabilidad a The Mac Shop (nombre de la tienda de Mac Isaac) por cualquier daño o pérdida de propiedad. Una vez que el portátil fue considerado como abandonado, Mac Isaac se convirtió en su propietario. Mac Isaac se quedó flipado con las fotos y los correos que encontró, llamó al FBI que se llevo llevó el ordenador y lo aparcó en alguna nevera. Mac Isaac también hizo llegar una copia del disco duro al abogado de Trump (Rudy Giuliani) y solo el New York Post se atrevió a publicar la noticia con todos los muchos indicios de delito que hay en el portátil. Mac Isaac era el dueño legítimo, por abandono, del jodido laptop.
La “verdad oficial” era que se trataba de una campaña de intoxicación del Kremlin –51 agentes tan sabios como anónimos lo decían– destinada a afectar el resultado de las elecciones presidenciales. Los negacionistas y seguidores de la Teoría de la Conspiración, como un servidor, mentíamos y propagábamos noticias falsas. Nuestra odiosa actitud solo podía deberse a que somos supremacistas blancos heteropatriarcales y estamos a sueldo de Vladimir Putin.
Pero el tren de la realidad acaba atropellando a las mentiras paticortas y resultó ser que todo lo publicado por el NYP era cierto, que los que conspiraban y difundían bulos y falsedades eran los del FBI, los directivos de las ciberdictaduras y la plana mayor del Partido Demócrata. Todos ellos conjurados en la mentira y la censurar para hacer exactamente lo mismo de lo que acusaban a quienes contábamos la verdad: interferir en el resultado de las elecciones. Acusar al adversario de hacer lo que tú haces, al estilo Nordstream, se llama proyección y es una técnica/patología muy popular entre nuestros pastores.
Anteayer mismo algunos directivos de Twitter fueron interrogados ante el Comité de Vigilancia del Congreso al respecto de sus relaciones con las agencias federales. El tema tiene miga porque si bien las ciberdictaduras disfrutan de una barra libre para censurar según les venga en gana, gracias a una ley a la carta, si esta censura se produce como consecuencia de presiones, o a petición, de una agencia federal, la cárcel está rondando. Si una agencia dependiente del gobierno federal ataca el derecho a la libertad de expresión, consagrado en la Carta de Derechos (Bill of Rights) incardinada en la Constitución de EE.UU., el delito es muy grave; también lo es para quienes cumplen con las instrucciones ilegales federales. Además de atacar un derecho fundamental que se suponen que deberían defender, la finalidad de ese ataque no era otra que influir en favor de un candidato –Joe Biden– con el propósito de alterar un resultado electoral.
Con este horizonte penal, los ex-directivos de Twitter interrogados ayer en el Congreso, andaban bastante acojonados. No puedo alegrarme más. Atentos a la afirmación del ex censor jefe de Twitter, Yoel Roth, excusándose por su soviético proceder:
“La libertad de expresión sin restricciones, paradójicamente restringe la libertad de expresión. Y vimos nuestro papel como la forma de encontrar algún tipo de equilibrio”
Al oír estas palabras inmediatamente me vino a la mente la frase que Sadiq Khan, alcalde de Londostán (antes conocido como Londres), pronunció para pedir un mayor control y censura en el nuevo Elon-Twitter:
“La libertad de expresión es vital, pero debe equilibrarse para mantener a otras personas seguras“
Lo de que la libertad sin restricciones restringe la libertad es uno de esos axiomas mágico-paradójicos que todos debemos dar por válidos a pesar de que carezcan de sentido o lógica. Una entre las muchas paradojas convertidas en dogmas por este atajo de desquiciados matones. También debes, por ejemplo, seguir el juego y acompañar las fantasías de las personas con pene que se creen, auto-perciben dicen, mujeres, si no quieres que te digan transfóbico o que te detengan por un delito de odio. Tu percepción y la Biología no cuentan tanto como los sentimientos de las especies protegidas.
Así que, según esta gente, la libertad de expresión, para ser buena, debe restringirse (Yoel Roth, ex-censor de Twitter) y equilibrarse (alcalde-emir Sadiq Khan). Las preguntas fundamental que quedan sin respuesta explícita, son:
1.- ¿Cuánto debe restringirse/equilibrarse la libertad de expresión?
2.- ¿Quién determina en cada momento y lugar el alcance de esas restricciones y equilibrios?
Las respuestas tácitas a estas dos preguntas son: lo que haga falta y nosotros respectivamente. Entendiéndose ese “nosotros” como aquellos cretinos mangoneantes que, para sacar provecho, desean inventarse la realidad, buscan determinar qué puede o no decirse, y establecen a su antojo qué es o no verdad en cada momento.
Cuando este hatajo de cabrones te pidan que saltes no les respondas cómo de alto, contéstales que mejor salte su reverendísima puta madre
Pues no señores, o hay libertad de expresión o no la hay, nadie está medio embarazado. En el momento en que se administra (restringe o equilibra) un derecho fundamental innato, se está incurriendo en un abuso de poder. La libertad de expresión, y esto es muy importante que todos lo entendamos, no puede ser tratada como si fuera el código de circulación o los estatutos de una comunidad de vecinos. El derecho a expresar ideas (por aborrecibles que estas puedan ser) va adherido a la condición de ser humano, es una atribución del individuo desde que nace. Expresar ideas no puede equipararse con a qué velocidad puedes circular por una autovía o a que hora no se puede bajar la basura.
No hay discusión ni debate que valga, no hay términos medios, negociación o búsqueda de equilibrios, porque sencillamente nadie tiene derecho a arrebatar a otra persona algo que no le pertenece.
Entrar a debatir siquiera cuánta libertad de expresión conviene tener es equivalente a estar dispuesto a acordar por dónde quieres que te corten la pierna, o a discutir tu derecho a tener más o menos longitud de brazo.
Quienes nos mienten y engañan cada día hasta la hora del almuerzo y nos ordeñan hasta la hora de cenar, van y nos dicen a todos que hay gente por ahí que cuenta bulos, que desinforma. Santos cojones es lo que hay que tener para que siendo los mismos hijoputas habituales que nos mienten y perjudican, encima quieran hacerse pasar por nuestros protectores.
No quiero que me recorten las piernas esta piara de hijoputas, soy así, no tengo remedio. Seguiré sacando el dedo corazón las veces que haga falta a los mismos que nos contaron las fábulas de que el Covid tenía un origen natural, que las neo-vacunas inmunizan, que es “científico” que la gente salga a pasear por franjas horarias según su edad, a quienes nos atracan con la excusa de la huella de carbono, a los que quieren hacer obligatorio odiar a Rusia (el chivo expiatorio multiusos).
Lo voy a decir claramente y empleando un ejemplo. No quiero que me regulen el uso de lo que es mío la misma basura de gente que impide que un chico de 16 años en Canadá pueda ir al colegio por no estar de acuerdo con que los transexuales puedan usar el baño de su elección. Y estoy hablando de un caso de un alumno de un colegio católico, expulsado del colegio por mostrar sus convicciones católicas (Papa-Paco ¿alguien ahí?).
Quienes sigan el ejemplo de ese chico, se llama Josh Alexander, verán cómo por sostener ideas prohibidas se ven privados de su derecho de ir al colegio. Pero hay cada día más represión. Hoy en España los bancos siguen cancelando por motivos comerciales las cuentas corrientes de ciudadanos rusos, con permiso de residencia y que llevan viviendo entre nosotros diez, veinte o más años. Su imperdonable delito consiste en ser rusos. No hablo de oligarcas de jet y caviar sino de autónomos, trabajadores con nómina o amas de casa.
Airbnb no permitió usar su plataforma a los padres de una activista política, Lauren Southern, y hasta les mando un email explicándoles que su delito era ser los padres de alguien a quien en Airbnb no quieren.
“Te hemos expulsado de la plataforma de Airbnb porque tu cuenta esta asociada estrechamente con una persona a la que no le está permitido usar Airbnb. Esto significa que ya no podrás hacer reservas en Airbnb”
