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¿Por qué no me gusta hablar de política cuando me invitan a una comida?

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Creo que la base de nuestros problemas con la política está en que no hacemos servir en ella los principios y las prevenciones que utilizamos para proteger nuestros intereses en la vida privada.

Es como si nuestro cerebro se encogiera y nos impidiera reconocer lo que nos interesa.

Si, para construir una casa, nos decidimos por el constructor más simpático o que nos cae mejor, dejamos a su albedrío el coste de la obra, no nos preocupamos de los materiales ni de su realización y dejamos en sus manos el plazo de ejecución, no sólo nos arriesgamos a pagar una cantidad desproporcionada, recibir una construcción con todo tipo de deficiencias y en un plazo desmesurado, sino también a convertirnos seguramente en el hazmerreír del pueblo. Lo mismo aplica a si nos compramos un vehículo motivados principalmente por el carisma del presidente de la compañía.

Si, después de una insolvencia grave, la auditoría externa pone en evidencia que el apoderado se ha quedado con el dinero que gestionaba, ha colocado a familiares y amigos sin ninguna capacitación en lugar de técnicos competentes, que en lugar de inversiones productivas ha dedicado los recursos a pistas de tenis, piscinas, viajes y eventos sociales y, ante la próxima junta de socios, va a proponer que, para solucionar esta gran crisis, le deben dar más autonomía (sin controles) y le hagan administrador único, en el mundo privado me atrevería a anticipar lo que votarían, en la política no. Cuando se trata de decisiones de ámbito político somos una caja de sorpresas.

Un día me invitaron a una comida y me avisaron de que estaría con gente muy politizada e identificada claramente con sus partidos.

Antes de comenzar, tuvieron el detalle de preguntarme si me interesaba la política, a lo que contesté que normalmente me abstenía de opinar cuando me invitaban a ciertos eventos sociales.

Lo veía muy poco práctico, es como convencer a uno del Betis para que se haga del Sevilla, y lo mismo pasa con el resto de equipos. Es muy difícil que un seguidor del Levante, del Español o del Atlético de Madrid cambie su club por el Valencia, el Barça o el Madrid, aunque le demuestres el despilfarro, las denuncias de corrupción (o de otro tipo) contra su presidente, que jueguen mal o que el equipo haya descendido a 2ª división.

Como mucho dejarán de ir al campo, pero no cambiarán de club.

Son aficiones que, cada una de ellas, utiliza la misma información, que ignoran otra que no defienda a su equipo y que tienen más “perfil de creyentes” que de consumidores.

Así pues, hablar de política tiene todos los riesgos: el que no lograrás cambiarles de opinión, el que pierdas la amistad y finalmente, arruines la comida.

Sin embargo, encontré una gran aceptación a mi propuesta sobre la conveniencia para los ciudadanos de disponer de instrumentos de control en la gestión pública. Bajando al nivel administrativo más próximo, el municipal, “si analizamos bien los costes, la imposición local, el endeudamiento y la calidad de los servicios públicos y las inversiones, conoceremos, de una manera regular y objetiva, quién es el mejor gestor municipal”.

Y como creo que tendría éxito iríamos a por los tramos superiores de la administración pública: el autonómico y el central.

A la pregunta de cómo me fue ese almuerzo con el resto de comensales, contestaré que, finalmente, nos habíamos puesto de acuerdo.

DANIEL IBORRA FORT

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